Este fin de semana he estado de viaje en Marrakech con unas amigas. Una experiencia, una vivencia diferente, de esas que te marcan y no olvidas. Entre sus calles y bajo su ardiente sol, entre la multitud de las calles del zoco, sentía en mi piel la sensación de ser extranjera, de ser diferente. Miraba todo con ojos curiosos, queriendo aprender todo, entender la forma de vida, quería saber qué pensaban, cómo viven el calor, qué piensan de los turistas, cómo son las relaciones entre hombres y mujeres...
Pero junto a esa sensación, otra, intensa y evidente, me envolvía y maravillaba. Nunca hasta este momento, en ningún otro país que haya visitado, había sentido de forma tan clara la conexión entre todos los que formamos la raza humana. Tal vez el estar tanta gente en el mismo estrecho lugar al mismo tiempo. Todos, marroquis y turistas comprando en los mismos lugares, teniendo sed y calor, queriendo pasar, queriendo comprar barato, queriendo ser preferido, a veces queriendo tocar carne con disimulo amparado en el anonimato de la multitud... Miraba a los ojos de las personas que tenía cerca y podía leer en ellos, en los de los turistas y en los de los autóctonos, los mismos deseos.
Marrakech, para mí, además de un lugar del mundo maravilloso como todos para conocer y abrir mis ojos y mi mente, ha sido una lección de raza, de la humana.
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